Utopías Modernas. Un recorrido por las colecciones del Centre Pompidou

Ya fuera como actores, testigos o como víctimas de la historia, los artistas modernos reinventaron los grandes mitos utópicos. Espíritus libres, enemigos de cualquier tipo de propaganda, divididos entre utopías y contrautopías, sueño y realidad, resucitaron figuras y formas simbólicas que hacían referencia o denunciaban los ideales y las quimeras de la humanidad. El Monumento a la Tercera Internacional (1919/1979) de Vladímir Tatlin, una torre de Babel muy representativa del alce revolucionario de 1917, se opone a La caída de Ícaro (1974/1977) de Marc Chagall, que simboliza el eterno fracaso de las utopías. La ciudad radiante funcionalista de Le Corbusier contrasta con el vídeo crítico de Pierre Huyghe: ¡ya no es hora de soñar! Frente a las imágenes de compromiso político colectivo de los años 70 (Antonio Saura, Diada, 1978-1979) se alza el hombre verde de Fabrice Hyber, el Hombre de Bessines (1991/1997), como alternativa al mito ilusorio del progreso. Liberado del materialismo contemporáneo, el artista abre un gran universo de posibilidades. Se lo imagina transfigurado por el color (Robert Delaunay, Ritmo, Alegría de vivir, 1930) edénico y pictórico (Joan Miró, Personajes y pájaros en la noche, 1974). Resiste ante la desgracia moderna desde el anhelo de un mundo feliz, un jardín encantado, como en el pasado (Peter Doig, Hace 100 años, 2001).

Este nuevo recorrido semipermanente, presentado hasta 2020, relata la historia de las grandes utopías de los siglos XX y XXI a través de grandes obras provenientes del Centre Pompidou. Temática, multimedia y cronología, este recorrido está marcado por seis grandes capítulos: “La gran utopía”, “El fin de las ilusiones”, “Conjunto”, “La ciudad radiante”, “Imaginar el futuro”, “La edad de oro”. Las obras seleccionadas reflejan los acontecimientos históricos que han marcado nuestro tiempo y que han alimentado la imaginación y los ideales de los artistas modernos y contemporáneos. 

LA GRAN UTOPÍA
Con la llegada del siglo XX se abría un nuevo capítulo en la historia de la humanidad, que dejaba atrás las sombras del pasado y miraba con optimismo y esperanza al futuro. Las antiguas desigualdades sociales y la decadencia que había desgastado al siglo anterior motivaron una acogida entusiasta de los ideales revolucionarios, que fueron entendidos como una promesa de perfección social en un mundo nuevo y mejor. La Revolución rusa de 1917, la Primera Guerra Mundial, el auge de los nacionalismos y de los totalitarismos europeos o la guerra civil española marcaron aquellos tiempos de renovación, de los que los artistas de vanguardia se convirtieron en profetas. La romántica reivindicación de autonomía del artista moderno, al margen de la sociedad, dio paso a un compromiso civil y político, especialmente fuerte en una época en que la relación tan directa entre arte y poder impuso la creación artística como instrumento de propaganda. En el seno de los debates entre realismo, surrealismo y abstracción, ante el dilema entre expresión individual y contribución a la causa, los artistas acabaron proclamando una síntesis de arte y vida: fuerzas opuestas pero en total equilibrio, y al servicio, ante todo, de la revolución del espíritu.

EL FINAL DE LAS ILUSIONES
En la otra cara de la moneda nos encontramos con una realidad completamente distópica. Tras la catástrofe de las dos guerras mundiales, la instauración de los regímenes totalitarios que recorrieron todo el siglo XX y la aberración en que se transformó el ideal comunista, las promesas de libertad, igualdad y fraternidad que habían impulsado las vanguardias de preguerra se desvanecieron. Los artistas no se presentaban ya como héroes, sino como víctimas de la historia. Con la desaparición de las aspiraciones revolucionarias surgieron el desencanto y una desconfianza hacia la esperanza utópica de transformación social, que demostrarían que un único modelo de ambiciones universales, por muy ideal que pudiera parecer, no podía responder a la diversidad que ofrecía la realidad. Como consecuencia, la sumisión del arte al discurso oficial de los Estados “cada vez más centralizados” y la
persecución de los artistas que actuaban al margen de la orientación cultural del poder, junto con acontecimientos como el cierre de la Bauhaus, la exposición de arte degenerado de Múnich de 1937 o la proclamación del realismo socialista como único estilo artístico tolerable acabaron con toda experimentación formal, en esta época marcada por el fin de la modernidad artística.

JUNTOS
La unión hace la fuerza. Conscientes de que, en la adversidad, la cooperación y la alianza de voluntades siempre fortalece, los artistas han reflexionado sobre el poder que la colectividad  ejerce sobre el sistema. Tras el periodo en que los individuos, despojados de su singularidad, desaparecían aplastados por la masa en favor de un ente superior, en las décadas de 1960 y 1970 surgió un sentimiento corporativo, confiado en su poder de emancipación individual y social, que reivindicó los derechos y libertades del sujeto frente a un Estado absoluto y todopoderoso. Este espíritu de comunidad, junto con la convicción de que los lazos de afecto, solidaridad y fraternidad podían crear un espacio común y hacer sostenible la sociedad, inspiró tanto a corrientes de la contracultura -como el Mayo del 68- como a movimientos de unificación nacionalista o al nacimiento de grandes ONG y otras organizaciones capaces de llevar a cabo una resistencia unificada, revelando que otras formas de hacer política eran posibles, y que todo gesto de la vida privada era susceptible de incidir directamente en la vida pública.

LA CIUDAD RADIANTE
La utopía, “no-lugar” en su significado etimológico, encuentra en la ciudad el espacio por antonomasia donde llevar a cabo la construcción de ese Estado ideal al que aspira, haciendo de la arquitectura y el urbanismo sus campos de actuación predilectos. Conscientes del poder que tiene sobre la sociedad la estructura material que la cobija, la búsqueda de la ciudad ideal ha ocupado a artistas e intelectuales, desde la República platónica y la isla de Utopía de Tomás Moro (1516) hasta los proyectos comunitarios de los socialistas utópicos. Con la celebración de los avances de la tecnología, los constructores de la nueva era que se abría tras la posguerra apostaron por una producción mecanizada, funcional y en serie, sueño modernista de felicidad universal que encarnó como nadie Le Corbusier, profeta de ese “espíritu nuevo”. Su ciudad radiante, que acogería una comunidad purificada, estandarizada y racional, alojada en una “máquina para habitar” organizada según reglas de armonía universal, omitió el caos y la pluralidad inherentes a la ciudad. Dejando una impresión más bien distópica y totalitaria, su modelo ha sido ampliamente contestado por artistas y arquitectos que han privilegiado la diversidad y la libertad individual.

IMAGINAR EL FUTURO
La ciudad de mañana, hecha por los arquitectos de hoy, crece sobre lo que hemos heredado de ayer. Partiendo de la idea de que la arquitectura no debería imponerse a la realidad sino adaptarse a ella, la producción contemporánea trabaja de una manera no invasiva, basada en criterios de sostenibilidad y de respeto al medio ambiente. La tecnología de hoy le permite, por una parte, insertar las nuevas intervenciones en la ciudad de manera reversible y, por otra, pensar la ciudad como una materia, en sí misma, en estado reversible. En lugar de lanzarse a una producción desenfrenada y consumista, tal como hace la especulación inmobiliaria, el acento se pone en la producción de un pensamiento crítico y de una interacción con la naturaleza, que vuelve a ser parte de la vida cotidiana del hombre. Las intervenciones sobre el espacio de vida se convierten en acciones colaborativas, donde el ciudadano toma un papel activo junto con el arquitecto, aportando su experiencia como usuario, implicándose en
su desarrollo y tejiendo una red de relaciones sociales con los miembros de la comunidad. Construir un espacio donde las personas puedan pensar juntas, esa es la nueva utopía de la arquitectura.

LA EDAD DE ORO
Antes que al futuro, hay quienes piensan que para encontrar la utopía hay que mirar más bien al pasado. A esos orígenes gloriosos se refieren muchos artistas que, soñadores y nostálgicos de tiempos mejores, parten en busca del paraíso perdido, de la Edad de Oro: según el mito de la Antigüedad, sería aquella primera fase de la historia de la humanidad en que el hombre vivía en un estado de gracia original, ajeno a todo problema, en una existencia libre y feliz. Convertida después en metáfora de la virtud humana y de la sociedad ideal, ilustra el potencial de aquellos artistas que han demostrado ser más fuertes que las restricciones políticas, capaces de una obra atemporal, trascendente, símbolo de pureza y de ideales universales, creada en contacto directo con la naturaleza o en la intimidad del taller: se trata de obras que reflejan la vitalidad del gesto y del color y que subliman estados de meditación, de añoranza de épocas pasadas. Sin embargo, dado el carácter cíclico del tiempo, que vuelve periódicamente sobre sí mismo, esta nostalgia de la edad de oro se desvela, en realidad, como un anuncio de su retorno: una etapa que está aún por llegar, donde, como en una Torre de Babel, todos los pueblos vivirán en paz y armonía.